Alguien especial un día le contó que
meditar era “escuchar tu corazón, buscar en tu interior”. Desde
entonces, a ella oír hablar de meditación la embelesa. Intenta ser
consciente del presente, observa con atención el mundo que la rodea,
es su modo de caminar, de aceptar mejorar. La invita a la
transformación, le regala sanación, y percibe el mundo como un
lugar mejor. Se vuelve necesaria como el aire que respira y
apasionante como el tacto necesario del amante.
Es como una espera a tras la barrera.
Ves pasar el tren de alta velocidad, como la vida misma, sin tiempo
de parar. Debes decidir el ritmo de la vida en el vagón que se te
asigna o el tiempo de espera en la barrera que te aprieta. La
velocidad te lastima pero la lentitud de la meditación te acaricia.
Delante de la vía, el cuerpo te señala cuándo parar y, ante la
vida, la mente te indica cuándo meditar.
Ante tales vivencias, ante tales
consejos, ella se detuvo, reflexionó, dejó pasar el tren expreso y
decidió emprender un trayecto más lento, tan viejo como el tiempo,
tan certero como que amanece en breves momentos, y comprendió que al
meditar solo se es, el silencio se logra entender y se busca sin
querer como compañero del nuevo tren.
Subes a a un vagón de destino
incierto, pero de señales reales y un tanto espirituales. Te ayuda a
mantener el equilibrio en cada movimiento, a aminorar la marcha del
pensamiento. Las vistas que observas desde las ventanas se vuelven
tan sencillas como magnificas. Puede llenar una vida de muchas otras
perspectivas, de ángulos más amplios, el horizonte se ensancha.
“No hay manuales, solo respuestas
individuales”, le dijo aquel viejo maestro. “Medita y alimenta tu
alma, sosiégate y conseguirás la calma necesaria para acompañarla,
silencia palabras, pronuncia miradas y si al meditar encuentras tu
camino, el mundo será como una función principal, una premiére a
estrenar, un sentido a crear y un gran papel que interpretar.
Elena Martínez