Cada día es igual y distinto a los
demás. Dura las mismas horas, pero lo que en él sucede es
irrepetible y valioso. Hay días especiales -regalos del destino o
consecuencia de nuestro esfuerzo- que brillan con luz propia: a
veces algo tan extraordinario como el nacimiento de un hijo, o
simplemente un instante feliz en el lugar más insospechado.
Pero junto a lo imprevisto, hay días
especiales marcados en el calendario que, generalmente en modo
colectivo, nos invitan a tener determinada actitud. Son las fiestas.
Todas las culturas, desde la más
remota antigüedad, tienen sus días festivos. En primer lugar están
las celebraciones de carácter sagrado, de las que derivan la mayoría
de las fiestas tradicionales. De la misma manera que un templo supone
delimitar un espacio que tendrá un significado especial, la fiesta
supone un palacio construido en el tiempo.
Otra de las características de la
fiesta es que no se trabaja. El trabajo, necesario para muchos fines,
ha sido visto por el ser humano como una especia de castigo. De
manera que lo importante entonces es recuperar el valor del juego, de
lo lúdico en el sentido de no tener otra finalidad que el hecho
mismo de producirse. Volver, de alguna manera, a la espontaneidad
del niño.
Se trata, en definitiva, de celebrar en
el interior de cada uno, y en el grupo del que se forma parte, los
aspectos más importantes de la vida, como son la alegría, el amor o
la esperanza.
Daniel Bonet