Las Neurociencias afirman que el
cerebro necesita veintitrés centésimas de segundo para realizar las
operaciones que preceden a la acción. Es el espacio de tiempo de la
espontaneidad. Pasado un segundo, cualquier acción en respuesta a
una estimulación no merece el calificativo de espontánea. Solo
durante veintitrés centésimas no podemos recurrir al pensamiento.
Entonces, ¿de dónde procede un acto que surge antes de ese lapso de
tiempo? En ese lapso extremadamente corto, pasamos a la acción, es
una manifestación del inconsciente. Una reacción inmediata
emergiendo de un fondo, que en parte, permanece oculto para nosotros.
Esto quiere decir que la espontaneidad nos muestra en profundidad
aquello que somos y nos permite conocer mejor las partes más íntimas
de nuestro ser.
A esta velocidad, nuestros filtros y
limites, las creencias, la moral... no tienen tiempo de manifestarse
y, por esta razón, ese momento es tan importante en el zen: lo que
emerge en ese instante es el ser en toda su desnudez, en toda su
verdad. El ser auténtico, no filtrado, el que tratamos de controlar,
de encajar en un modelo social.
De forma natural, tendemos a comparar
estas dos maneras de actuar y a preferir la espontánea. Y,
suavemente empezaremos a derivar hacia una acción más inmediata,
más rica. Sorprendente para nosotros y para los demás. Tendremos la
impresión de volver a la naturalidad de la infancia, a esa frescura
renovada y maravillosa. Descubriremos una libertad que emerge de
nuestras zonas más profundas y exprese, con la mayor exactitud, lo
que somos realmente: eso que los maestros zen denominan un “ser
verdadero”.
Daniel Odier