"Le
declaró su amor en aquel bosque. Una excursión les había llevado a
un paraje idílico, donde todo era más puro. Justo bajo aquel abeto
majestuoso la besó por primera vez. El árbol centenario se
convirtió, sin querer, en el testigo del nacimiento de un nuevo amor
y cedió gustoso el tronco para que allí quedaran grabados sus
nombres para siempre. Pasaron los meses y la pasión creció, por lo
menos para él. Pero a finales de verano ella le confesó que ya no
le quería. Aquel golpe fue demasiado fuerte. Al cabo de unas semanas
lo detuvieron con pruebas contundentes. Nunca explicó a la policía
por qué incendió el bosque. ¿desequilibrio afectivo, rasgos
esquizoides, depresión, algún síndrome antisocial? Ellos no lo
podían entender."
Había sido la pasión, que todaviía no se había transmutado en amor, la que le hizo incendiar el bosque y lo convirtió en un hombre profundamente infeliz. La pasión desbordada puede acabar en una existencia desdichada. Es un fuego que quema pero no calienta, que arrasa en un momento y, lo peor de todo, que no deja que la chispa vuelva a prender en el mismo sitio, porque las cenizas ya no pueden arder. Podríamos decir que el que pone su felicidad en manos de la pasión desbordada va quemando bosques y cada vez le queda menos espacio, menos posibilidades de ser feliz.