viernes, 7 de octubre de 2011

LA SOLEDAD DE LAS MUJERES PERFECTAS

Ana viaja sola por el mundo. No tiene camino, no tiene destino. Camina sola, despacio, tal y como así le enseñaron sus padres y los padres de sus padres. Con ella viajan todos sus ancestros desde el principio de los tiempos. Le sonríen al pasar.
Al pisar, lo hace con paso seguro, es de la única manera que sabe hacerlo; cabeza alta, mirada al cielo. Al pasar, disfruta de todas la distracciones que le ofrece el paisaje. Su sonrisa no desfallece, es tan amplia como los ríos que atraviesa.
A su espalda, todo aquello que ha formado parte de su existencia y, que a medida que avanza por estos lares, va recogiendo con sus manos. Carga sobre sus hombros morenos por el sol pensamientos, momentos, dibujos, piedrecitas y alguna que otra canción que ritualmente guardará en su mochila marrón corroida por los tiempos. Sus pasos  se aferran al camino, su mente se expande más allá de la vía lactea.
Ana es una mujer perfecta; contiene en ella todo en su justa mesura. Es buena en casi todo y, sin embargo no cree destacar en nada.
Cuando la viajera se cruza con alguién en su camino, la reacción es inesperada pero conocida; hay quién la adula, quién la envidia, quién la teme, quién la desprecia. Pero Ana nunca se siente amada.
Ellos, la mayoría, son sólo marionetas a los ojos de ella. Personas estancadas dentro de sus parametros estandar. Ellos, tan lejos de donde ella se encuentra, siempre le preguntan por sus andares solitarios, no entienden que Ana no sabe caminar de otra manera. Es lo único para lo que ha parecido nacer.
De cuando en cuando, Ana descansa en su camino. Se sienta al pie de algún sendero y dejar que su cuerpo se relaje y se una a la tierra que pisa.
A medida que los días, los meses, los años pasaban, los caminos se hicieron más encrespados, arduos y dificiles. Había senderos llenos de arbustos, otros tan secos como desiertos, otros con subidas vertiginosas. Pero ella nunca se detenía. Cuando sus piernas ya no podían más, se sentaba en una borde y observaba todo aquello que la rodeaba. En ocasiones, otros viajeros la acompañaban en aquellos descansos; viejos solitarios, que compratían el pan y el agua y algunas palabras, a la espera de la próxima etapa.
Nadie llevaba la mochila de Ana, quién arrastraba su vida en los días de fuertes tormentas o de grandes vientos. Todo el mundo que la veía daba por supuesto que ella no necesitava a nadie, que en su perfección, su sola presencia era un estorbo.
En el albor de la noche, junto a la hoguera, Ana se quejaba de las ampollas de sus pies, de lo largo del camino. Y buscaba entre la noche una sonrisa reconfortante que nunca llegaba.
Que sola era la vida de la mujer perfecta; fuera de todo convencionalismo, olvidada por los principes rescatadores, lejos de la comodidad de las pertenencias emotivas.
Por: Evafrade