Alguien podría decirse: ya que voy a morir, ¿vale la pena que me esfuerce en mejorar, en conseguir objetivos, tener una familia, superarme en el trabajo? La respuesta zen sería que no: que no "vale la pena". Podemos hacer todo eso, pero sin "pena".. Podemos plantearnos objetivos de todo tipo, pero disfrutando de ellos, jugando a llevarlos a cabo, pero observando siempre el principio de que, en el fondo, no se trata de nada realmente importante, nada por lo que valga la pena "penar".
Los meditadores lo saben bien. Existe un punto, un estado mental, en que las personas pueden morar sin apegarse ni a lo bueno ni a lo malo.
Tomar lo positivo que te da la vida, pero sin apegarse a ello. Aceptar las circunstancias negativas e inevitables, pero sin apegarse tampoco a ellas. No exagerar, no dramatizar, jugar a vivir. Aunque parezca paradójico, es la actitud más responsable en la vida.
Los monjes tibetanos llevan a cabo un ejercicio simbóloco que les sirve para recordarles la actitud que deben sostener en esta vida impermanente. Realizan complicados dibujos llamados mandalas compuestos por miles de granitos de arena formando un inmenso mosaico. Pueden estar componiéndolos durante semanas o meses. Una vez acabado, lo exponen durante unos días y después llevan a cabo la ceremonia de disolución del mandala. Cuando los monjes arrojan los granos de arena al viento, están expresando que los avatares de la vida no son tan importantes: los logros, el estatus, la condición física, incluso la salud... no tienen importancia como la mayor parte del tiempo pensamos. Podemos disfrutar de ellos, si así lo deseamos, como en un juego, pero es absurdo sufrir por ello.
Si todo tiene una importancia relativa, todas las acciones humanas deberían ser escogidas cuidadosamente, realizadas con atención: cortar leña y tranportar el agua, realizar un informe, ceplllarse los dientes... Puede parecer una deducción peregrina, pero no lo es. Puesto que nada es tan importante, podríamos dejar de hacer cualquier cosa de las que hacemos y no pasaría nada. Podríamos incluso dejar de respirar... Sin embargo, también podemos decidir lo contrario: seguir sobre la tierra y jugar a disfrutar de ella. Y ya que decidimos hacerlo, escojamos bien lo que vamos a hacer y hagámoslo bien, sacándole el máximo partido. Es una de las propuestas más sensatas. Por eso, la comida, el sexo o el paseo lento son prácticas con un trasfondo profundamente filosófico.